La ciudad de los antiguos emperadores

Esta mañana salí temprano de mi casa rumbo a un servicio público de salud. Al llegar un vigilante me dijo que no estaban pasando consulta debido a una falla en los aires acondicionados, razón por la cual los médicos no se encontraban. Al solicitarle otra alternativa, por unos breves instantes, sus ojos fijos en mí, parecieron dar un paseo por algún limbo, y al salir del pequeño trance me hizo una sugerencia que finalmente no me sirvió. Desistí de mi pesquisa y me marché.

Resolví ir a una panadería tranquila no muy lejos de allí para sentarme a trabajar en la computadora y allí estuve alrededor de dos horas. Luego me dirigí a un automercado cercano. El sol ya abrasaba ferviente a la relativamente temprana hora de las 10:30 de la mañana un día de julio de 2014. Mi paso, algo quedo, tenía como propósito mitigar un poco la tensión de las últimas dos horas de trabajo. Me dirigí a la sección donde normalmente -“normalmente” desde hace algún tiempo para acá- disponen ocasionalmente los productos de esos a los que llaman “escasos”. Realmente no necesitaba nada en concreto, sin embargo, como por inercia, me dirigí a esa zona en busca de algún tesoro escondido tal como un litro de aceite, leche, azúcar o harina. El acto de buscar estos insumos, entre otros, se había convertido ya en una práctica habitual, y si por casualidad encontraba algunos de esos “escasos” –que cada vez eran más- sentía una pequeña punzada de euforia y alegría efímeras y vacías; cosa curiosa. Una vez más me llamó la atención ver cómo los precios de los productos que aún sobrevivían en los anaqueles habían multiplicado varias veces su precio en el transcurso del último año. Me vinieron a la memoria las palabras grandilocuentes de un otrora presidente.

Más temprano en la mañana, en pleno tráfico y camino a la panadería, escuchaba un programa de un conocido locutor de radio, quien entrevistaba a dos economistas y conversaban acerca de la situación actual de la economía venezolana. Hablaron de un desfalco de más de setenta mil millones de dólares, estimados en el período entre 2003 y 2013, producto del uso deliberado del control de cambio como fuente “inagotable” (en sus propios términos) de beneficios fraudulentos para cierta élite conformada estratégicamente por personeros de gobierno. Hablaron de la existencia de empresas “de maletín” creadas con la finalidad de servir de fachada para la obtención de divisas mal habidas a costa de dicho control de cambio. Hablaron del enorme déficit fiscal imperante y del “juego trancado”, por así decirlo,  en los procesos de investigación de los ilícitos fiscales y financieros, debido, presumiblemente, al conflicto de intereses de altos dignatarios de gobierno. Hablaron también de un reciente caso de “desastre informático” acaecido en la sede del Banco Central de Venezuela donde aparentemente se perdió información valiosa debido al infortunado suceso. En ese momento un motorizado pasó raudo en contra del flechado, entorpeciendo el tráfico y obligando a los conductores a orillarse para evitar la colisión.

No poseo una noción muy clara de la magnitud de esa cifra: setenta mil millones de dólares. Pero puedo decir que suena a mucho dinero. Un día con suficiente tiempo quizás podría ponerme a investigar un poco acerca de números en términos de PIB, de deuda externa, de planes de financiamiento internacional o de montos de inversiones en investigación y desarrollo a mediano y largo plazo hecho por superpotencias y corporaciones enormes, todo esto con el motivo de esbozar alguna idea referencial para asimilar esa magnitud, pero de momento estaba manejando; en fin. Lo que si escuché decir a los invitados del programa es que era el mayor robo de la historia de Venezuela. Bueno, pensándolo bien, ahora que recuerdo –y lo digo con honestidad: recuerdo- alguna vez leí que el Plan Marshall, ese de reconstrucción de Europa al final de la Segunda Guerra Mundial, fue algo así como trece mil millones de dólares. Desconozco cuál sería su equivalente actual luego del ajuste por inflación, pero cuando se hablan de cifras de tan alto calado generalmente pienso en obras de infraestructura, educación, vialidad, telecomunicaciones, servicios sanitarios, seguridad, fortalecimiento de industrias básicas, investigación y desarrollo, y cosas por el estilo. Eso sin contar que en la estimación no se tomó en cuenta años anteriores y posteriores de este mismo régimen, así como tampoco ingresos ajenos al caso de los controles de cambio. Recuerdo que hace pocos meses escuché decir a un experto en economía internacional que en los últimos años había habido un ingreso a las arcas de Venezuela mayor a setecientos cincuenta mil millones de dólares en menos de quince años. No soy economista pero al recordar que somos un país con una población relativamente pequeña no dejo de pensar en qué hubiera ocurrido si esos recursos se hubieran utilizado de manera legal y con sentido común.

Observé, como usualmente lo hago, el comportamiento de los conductores y noté la misma conducta de siempre: el afán para pasarse la luz roja, para invadir el rayado peatonal amedrentando a los transeúntes, para circular por el hombrillo y ganar ventaja sobre los que no lo hacen, los fiscales chateando por su celular (quizás con alguna amiga, no sé), etc.
Al llegar a la panadería había poca gente, lo cual me cayó muy bien. Al iniciar mi trabajo en la computadora vi entrar a una chica muy bonita, quizás menor de treinta años, seguida de un hombre con aspecto de casi sesenta. No quise ser malpensado pero no pude evitar el ejercicio de la imaginación. Independientemente de ese caso, pensé: ¿qué tan común será en esta sociedad la infidelidad de hombres y mujeres? Por cierto, en otro orden de ideas, recordé que ayer un amigo taxista contaba la anécdota de llevar a una chica muy bella y con un aspecto por de más decente a tres hoteles distintos el mismo día para encuentros privados de exactamente cuarenta minutos cada uno. Bueno, volviendo al punto, ¿en qué iba?
Minutos más tarde entraron tres policías a desayunar, con rostros relajados y actitudes distendidas, propias de la ocasión. Uno de ellos se apartó momentáneamente de su grupo para abordar en una mesa cercana a dos hombres que conversaban animadamente. Estos hombres, frisando tal vez los sesenta, tenían actitud resuelta, voz estentórea y grave, uno de ellos usaba bermudas y pantuflas de poliestireno, el otro lentes de sol –innecesarios bajo techo por cierto, a menos de sufrir alguna condición ocular-, zapatos deportivos de aparente buena marca; en fin, daba la impresión de ser personas de cierto estatus socioeconómico y no sé de qué otro tipo. El citado policía se aproximó a estos hombres con una actitud parecida al respeto pero al tiempo cantinflesca, y con un toque de servilismo, reposando una mano en la pistola y el codo pegado al cuerpo a guisa de muletilla corporal y la otra rascándose la parte posterior del cuello mientras lo torcía en muestra de sumisión. Los hombres sentados se dirigieron a él con una precisa dosis de superioridad como dejando claro quién mandaba.

Aquella escena alimentó nuevamente mi ya licenciosa imaginación para crear escenarios mentales ¿ficticios? En donde había un corrompimiento absoluto del orden moral y legal en la sociedad. En ese escenario, un policía o cualquier funcionario de las llamadas “fuerzas del orden”, no era más que un sirviente de y para los intereses particulares de ciertas personas con poder y un instrumento más de la vorágine de violencia urbana.

Al salir de la panadería observé un edificio en construcción y recordé como habían obras detenidas por falta de insumos mientras por otro lado otras ostentaban lujo y derroche puertas adentro.

Horas más tarde entré a comer algo en otra panadería y continué trabajando. En ese momento alguien empezó a hablar y me sacó de mi concentración. Era un hombre de mal aspecto pronunciando un pequeño discurso para pedir dinero alegando un problema de salud tal o cual y me apresuré a guardar la portátil y salir de allí. Pensé que en aquella panadería esas cosas estaban lejos de suceder dado su espacio cerrado para atención de la clientela, pero pude constatar mi equivocación. Luego llegó tardíamente un trabajador del local para sacar al hombre; bueno, ya yo había guardado todo para irme del lugar.

Mientras conducía nuevamente y al hojear el espectro radioeléctrico escuché fugazmente el nombre de un conocido y presunto narcotraficante venezolano (lo de “presunto” es para guardar las formas) acusado a escala internacional como jefe y artífice de uno de los mayores cárteles contemporáneos de droga y tráfico ilegal de armas en el hemisferio. Esta persona, conocida desde hace varios años como una valiosa joya del régimen durante el gobierno del difunto dictador más reciente en Venezuela y señalado por la justicia internacional, fue detenido por las autoridades de Aruba por ingresar a la dependencia con pasaporte falso y luego puesto en libertad casi de inmediato tras negociaciones de alto nivel con personeros del actual régimen venezolano.

Minutos más tarde, mientras merodeaba por la Universidad Central de Venezuela me metí por la parte trasera del Instituto Nacional de Higiene buscando una salida y descubrí lugares nuevos para mí. Eran sitios de aspecto sórdido, ocupados por personas también de aspecto sórdido. En principio eran áreas de talleres y mantenimiento. A juzgar por la actitud de estas personas ese era un lugar ampliamente frecuentado por ellos; algunos estaban sentados en el suelo, otros en sillas y mesas improvisadas comiendo en pequeños grupos, recreando ambientes de barriadas; me observaron con recelo y precaución; incluso vi niños y personas de edad variada, como si en vez de tratarse de un lugar de trabajo se tratara más bien de un sitio invadido u ocupado a manera de vecindario improvisado. Aquellos parecían lugares ya rancios, añejados por la costumbre y el tiempo, impregnados de oportunismo, desidia y parasitismo. Ese mismo parasitismo que veo en la mayoría de los empleados públicos de la Universidad y también la mayoría de los profesores –al menos que conozca directamente-. Digo la “mayoría” sólo por dejar un gentil espacio al beneficio de la duda.


“Conoce la parte trasera de una casa y conocerás la casa” (o algo parecido) reza un viejo refrán. Sentí ese recorrido como un breve recordatorio de quienes somos los venezolanos; no hablo como individuo sino como conjunto, como cultura, como costumbres, como mayorías, como urnas electorales, como lo que somos ahora. ¿De dónde salen nuestros políticos? Del mismo lugar de donde salen nuestros empleados universitarios y nuestros profesores y nuestros fiscales de tránsito y nuestros policías y nuestros funcionarios públicos. Durante mucho tiempo me enorgullecía con nombres como Andrés Bello, Francisco de Miranda, Fernández Morán, Benacerraf, Convit, Mendoza, Lee Preschel, Edicson Ruiz, y un largo etcétera de personajes mayor o menormente conocidos y que alguna vez dejaron el nombre del país en alto. Sin embargo, al despertar del ensueño me di cuenta que todos los países tienen sus personajes ilustres y que lo que realmente importa es el día a día. ¿De qué me sirve un Ruiz en la Filarmónica de Berlín, o un Morán desconocido, o un Convit cuyo documental biográfico no llenó más de diez butacas de cine el día de su estreno? Me vale más el conductor que respeta al peatón, el hombrillo y la luz del semáforo o el funcionario que cumple su horario o el profesor universitario que se esfuerza por ser cada día mejor y que no alimenta su mediocridad parasitaria a costa de los “beneficios” del cargo o el estudiante que toma en serio su carrera o el albañil que bate bien el cemento o el fiscal de tránsito que orienta, sirve y hace respetar el reglamento o el motorizado que si se lleva tu retrovisor no voltea a mentarte la madre ni a reventarte tu vidrio con el casco y así un aún más largo etcétera. Me valdría más contar cuántas bibliotecas hay en mi ciudad por cada licorería y que me dé un número mayor a uno.

Comentarios

Unknown ha dicho que…
Brillante tu escrito...describis el panorama como una novela de gabriel Garcia Marquez.Lastima que no sea realismo magico,si no la cruda realidad.

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